Y tú, ¿con qué Copa del Mundo te quedas?

Con tres años de edad tuve mi primer acercamiento a una Copa del Mundo. El torneo avalado por FIFA se jugaba en México. Era 1986 y el país, por lo poco que yo podía comprender, ponía su atención en un torneo que, por fortuna, tenía a Puebla y al estadio Cuauhtémoc como una de sus sedes.

No entendía mucho. Sin embargo, Javier, mi papá, en casa platicaba algunas cosas sobre la España de Butragueño y la Argentina de Maradona. Decía también, creo recordar, lo que la gente hacía para tener cercanía con los integrantes de las selecciones que llegaban a los restaurantes para compartir el pan y la sal y para hacer sobremesa. Leí también algunas historias de aficionados que tuvieron la suerte de retratarse con alguna figura mundial en los jardines o en las salas de uso común del antiguo Mesón del Ángel.

Recuerdo la emoción de ver banderas y los colores en ellas. Recuerdo a “Pique”, un chile verde, una mascota, como todas, antropomorfizada. Si me detengo un momento y pienso, aún puedo recordar que mis tíos hablaban del Mundial. Puedo rememorar que en las pantallas que lejos estaban de tener alta definición, aparecían, por un lado, Fernando Schwartz y, por el otro, José Ramón.

Después llegó Italia 1990. México no asistió a la Copa del Mundo. Algunos pueden decir que la FIFA se excedió en el castigo. Los más cínicos podrían decir que la culpa fue de Toño Moreno por indagar en donde nadie lo había hecho. ¡Nada más lejano de la realidad! Si México no fue a Italia es porque el árbol de la corrupción en nuestro país tiene raíces largas y fuertes. México se quedó sin Mundial por alterar actas de nacimiento.

En ese Mundial europeo seguí a la Italia de Walter Zenga, Franco Baresi y Toto Schillaci. En 1990, me emocionó mirar la melena rubia y rizada del “Pibe” Valderrama y las locuras de René Higuita. Me sorprendió, claro está, Camerún, con Roger Milla y François Omam Biyik, de quien no olvido su gran salto.

Recuerdo muchas cosas de Italia 1990, pero, sobre todo, los partidos de Uruguay y Argentina. Me hice aficionado a los equipos de banderas en blanco y celeste con un sol amarillo, con rostroflamígero. Tanto apoyé a la Argentina de Maradona, Caniggia y Goycochea que tras ver su caída en la final ante Alemania, lloré sin consuelo mientras devoraba una pieza de Pollos Toledo.

En Estados Unidos fui parte de la audiencia activa. No recuerdo el partido con Noruega (¡la que falló Zague frente a portería!), pero sí los juegos contra Irlanda y el doblete de Luis García. Indeleble se halla en mi memoria el golazo de Marcelino Bernal en el empate con Italia y, por supuesto, la triste eliminación ante Bulgaria.

Después llegaron los mundiales de Francia, Corea-Japón, Alemania, Sudáfrica, Brasil y Rusia. De ellos puedo rememorar muchas cosas. Todos significaron algo, ya sea en mi adolescencia o adultez. Vi algunos partidos en las aulas escolares y otros en la casa de mis padres. Escuché casi todo Alemania 2006 en W Radio, con la voz y acento incomparable del “Che” Ventura. Ahí, en un traslado de la universidad a mi casa, escuchando un Suecia contra Paraguay, me prometí narrar, comentar o cubrir algún mundial en la W. Lo cumplí en 2018. Al otro lado del mundo, en Moscú y en Rostov del Don, cumplí algo que todo periodista deportivo sueña alguna vez: cubrir una Copa del Mundo.

A punto de terminar de escribir esta columna me quedan claras tres cosas: la afición por los mundiales nace con el primero que vives; siempre recuerdas marcador, anotadores y dónde y con quién estabas viendo un partido de tu selección; hoy, cuando faltan algunos días para el inicio de Qatar 2022, comprendo que me estoy haciendo viejo: voy a ver mi décimo Mundial.