Puebla estaba mejor cuando estaba peor
Ya sin afán de comparar a este Puebla con el fortachón conjunto camotero de los ochenta, puedo referir que la Franja que descendió en dos ocasiones durante la presidencia de Francisco Bernat y aquella que gravitó en episodios de surrealismo puro con las gestiones de la “Chiquillada” y, posteriormente, con las dirigencias de Henaine y la familia López Chargoy, no fue tan penosa ni endeble como lo es la administración de este Puebla que, por increíble que parezca, todo parece apuntar, aun no toca fondo.
Alguna vez, durante una atípica tarde de domingo de los primeros años de lo noventa, escuché decir a un cronista radiofónico que, por increíble que pareciera, Puebla había sido incapaz de superar la fase regular del torneo mexicano y que, por ende, no formaría parte del selecto grupo de ocho equipos contendientes al título.
Aquella ocasión, sentado en la primera o segunda fila del graderío de cemento grisáceo y poroso de la zona de cabecera sur, observando el último partido de la campaña regular, sentí una profunda tristeza por no poder ver, como hasta ese momento me parecía normal, a mi equipo aspirar a campeonar.
Y es que esa normalidad tenía contexto y justificación. Como a todos aquellos que nacimos hace cuarenta años o más, a mí, parte de esa generación que de a poco dejó de tener el cabello totalmente negro y la frente lisa, sin pliegues ni lunares o pecas, me correspondió ver a un Puebla poderoso y siempre aspirante a ser campeón.
El título de la ya lejanísima temporada 1982-1983, los años de liguillas consecutivas, los partidos de vértigo ante el América y los Pumas o bien, el gran certamen de esa Franja del chileno Pedro García y el año dorado que le siguió con un Puebla campeonísimo con la tutela de Manuel Lapuente y los goles de Aravena y Poblete, en suma con las atajadas de Larios y el liderazgo de Roberto Ruiz Esparza, me hicieron suponer, no sin estar exento de ingenuidad, que esa era la realidad del equipo de mi ciudad.
Sin embargo, me equivoqué. Esa realidad era la de un equipo que compitió durante una década y poco más. Esa realidad fue efímera y, si esa tarde de domingo alguien me hubiese advertido lo que a ese equipo de blanco y azul le depararía el futuro, seguro estoy de que jamás le habría creído.
Treinta y tantos años después de aquella tarde de domingo en donde un Puebla jugó ya eliminado su último partido de la temporada en un estadio Cuauhtémoc semivacío, no puedo creer que este año, mismo en el que el club se convirtió en un octogenario, esta Franja, la Franja de mi niñez y la Franja que en un altísimo porcentaje me incitó indirectamente a convertirme en hombre de letras, micrófono y cámaras de televisión, esté convertido en un equipo incoloro, en un club mediocre y sin razón de ser.
Lo que son las cosas. Ya sin afán de comparar a este Puebla con el fortachón conjunto camotero de los ochenta, puedo referir que la Franja que descendió en dos ocasiones durante la presidencia de Francisco Bernat y aquella que gravitó en episodios de surrealismo puro con las gestiones de la “Chiquillada” y, posteriormente, con las dirigencias de Henaine y la familia López Chargoy, no fue tan penosa ni endeble como lo es la administración de este Puebla que, por increíble que parezca, todo parece apuntar, aun no toca fondo.
¡Pobre Puebla! ¡Estaba mejor cuando estaba peor!