El estadio Cuauhtémoc: mi casa
Existen demasiados lugares que nos definen, pero ninguno como un estadio de futbol.
La primera vez que disputé un partido en el Cuauhtémoc fue a mis poco más de tres años, cuando formaba parte de una escuela de fútbol cuyo nombre ahora no puedo recordar. Lo sé por una foto que vive en la casa de mis padres y que ve la luz de vez en cuando, sobre todo en reuniones familiares: ante la mirada atenta de una fila de niños vestidos igual que yo, con un uniforme azul y vivos en blanco, aparezco corriendo con un diploma bajo el brazo y luciendo aquella frondosa melena de chinos que ahora sólo vive en mi memoria.
A los pocos minutos del silbatazo inicial, con el balón en los pies y confundido como cualquier otro niño de esa edad, corrí como un desquiciado hacia mi propia portería, pero al darme cuenta que aquel campo era interminable, en lugar de dar vuelta hacia el campo rival, ante la incredulidad de mis compañeros, opté por frenar de golpe y romper en llanto en pleno círculo central.
Mi padre jura que fue por el cansancio o porque, seguramente, no había desayunado lo suficiente; pero después de muchos años de reflexión, llegué a la conclusión de que aquel ridículo fue un simple acto de rendición y honestidad, como si en ese momento me hubiera percatado que, por el resto de mis días, mi gusto por la pelota estaba sentenciado a manifestarse desde la voz de un aficionado y –afortunadamente para credibilidad de este precioso juego –nunca jamás como futbolista profesional.
Volví a intentarlo pocos años después. Fue la época en la que mi padre trabajaba en el club, durante la primera gestión de Alfredo Tena como mandamás del equipo. A primera hora del sábado, atravesábamos la ciudad hacia el estadio en aquel entrañable Golf dorado. Después de hacer un poco de tiempo en su oficina (él enviando faxes a mansalva y yo echando a perder hojas y hojas con dibujos de las Tortuga Ninja), cruzábamos las gradas hasta el vestidor local donde ‘robábamos’ al legendario Rogelio Cruz, “el More” uno de los entrañables balones Garcis que tanto celaba para, durante un par de horas, batirnos en un duelo a muerte de tiros libres en la portería de Cabecera Sur. Por supuesto, sobra decir quién era siempre el indiscutible ganador.
La vida me dio la oportunidad de volver a pisar aquel pasto sagrado un par de ocasiones más: la primera, cerca de mis treinta años, como reportero, con los tobillos completamente deshechos y el abdomen más abultado que de costumbre, en uno de los tradicionales partidos de directivos contra medios de comunicación, donde confirmé que aquellas lágrimas de cuando era niño fueron lo mejor que me pudo haber pasado; y la más reciente, algunos años después, cumpliendo el más bonito de mis sueños: convertido en un empleado del club; una etapa demasiado corta pero, sin lugar a dudas, la mejor de mi vida; esa que me enseñó que en la vida vale luchar por los sueños, porque a veces se cumplen.
Existen demasiados lugares que nos definen, pero ninguno como un estadio de futbol.
El estadio Cuauhtémoc es, muy probablemente, el sitio que más y mejor me conoce. Por encima de ser el lugar donde juega mi Franja –o un recinto dos veces mundialista, menesteres que no son poca cosa en lo absoluto –este monstruo de cemento, tan imponente como legendario, me parece más una especie de cómplice, un detonador de sentimientos de los cuales desconocía su existencia. Y también un refugio; uno de los lugares donde puedo ser quien realmente soy.
Mi casa.