El peculiar encanto del quehacer periodístico en la Liga de Ascenso
Cubrir esa liga era encontrarse con historias reales: equipos que llegaron a jugar con uniformes que no eran tal —con publicidad distinta entre una y otra indumentaria del mismo club—.

No me emocionó la idea de cubrir el circuito de ascenso.
De hecho, cuando se me asignó la cobertura de entrenamientos y partidos de la llamada división de plata, intenté que dicha labor se la encomendaran a otro, sin embargo, no lo conseguí.
Opté por hacer notar que mi trabajo podría ser mejor aprovechado en otras áreas, intentando con ello que la cobertura noticiosa de la segunda división —así, sin eufemismos, como lo fueron los nombres de Primera A o Ascenso MX— le fuera asignada a otro reportero.
Pero lo que obtuve no solamente no fue lo que esperaba, sino que, además, empeoró el escenario: me ordenaron cubrir esa categoría y también, claro está, aquel otro rubro en el que, según yo, mi trabajo podría arrojar mejores dividendos informativos.
Y entonces, ante el fallido plan para librarme del tedio que me generaba esa categoría, tuve que asumir que, en aquel momento, ya no cubriría una fuente que me disgustaba, sino dos.
Por las mañanas, en una zona aledaña al viejo estadio Universitario de la BUAP, en una parte boscosa que cuando llovía convertía el piso en un lodazal, antes y después de cada entrenamiento de Lobos podía, sin mayor restricción, entrevistar a quien yo quisiera.
Óscar Jiménez —versión Guillermo Ochoa—, Roberto Cáceres —un defensa chileno que alguna vez llegó a entrenar con moretones y arañones en el cuello—, Pablo Metlich —de paso mayoritariamente recordado con los Tecos— y Juan Manuel Sara, un trotamundos con estadías en Italia, España, Escocia y República Checa, fueron, por mucho, los jugadores que más entrevisté.
De a poco —en verdad con una lentitud propia de un dragón de Komodo— le fui tomando cierto interés a la Liga de Ascenso.
No me era muy llamativo dar cobertura a partidos en el estadio Cuauhtémoc con dos mil o quizá tres mil personas que solían ingresar con boleto sin costo. Sin embargo, en esa liga que inicialmente desprecié, el quehacer periodístico que realicé se fue tornando atrayente.
En esa liga de sueldos no tan altos como para generar una actitud de estrella rutilante en los jugadores, uno, con sólo acercarse y preguntar, iba tejiendo relaciones que, casi siempre, tendían a fructificar.
Tal vez sea la nostalgia la que me hace pensar que, a pesar de todas sus carencias y estadios medio vacíos, la Liga de Ascenso no estaba tan mal. Tenía algo imperfecto y, por ende, algo más real: equipos sin grandes presupuestos, pero dispuestos a tener una gran temporada para acercarse a la posibilidad de salir de la obscuridad.
Cubrir esa liga era encontrarse con historias reales: equipos que llegaron a jugar con uniformes que no eran tal —con publicidad distinta entre una y otra indumentaria del mismo club—; jugadores veteranos que, ante la falta de pago de algunos dueños, de su bolsa pusieron dinero para pagar sueldos a los futbolistas más jóvenes y también a los utileros; propietarias de departamentos que, a la salida del estadio, esperaban a jugadores morosos —los cuales, varias veces, se fueron del equipo y de la ciudad sin pagar las rentas de sus viviendas.
Quizá sea la nostalgia la que altera mi percepción.
Quizá, ahora que la Liga de Expansión —en lo que mutó la Liga de Ascenso— está por extinguirse, pienso que el quehacer periodístico en esa división no estaba tan mal.