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La primera noche en el Cuauhtémoc

Esa noche decembrina pensé que la próxima ocasión que acudiera al estadio no lo haría con la punzante mirada que tiene quien escribe una columna, sino, simplemente, como un adepto al buen o mal juego que pude dar el club de esta ciudad.

Omar
Omar Rodríguez

Actualizado: 31 ENE 2025 - 1:25

La primera noche en el Cuauhtémoc
Arte: GRADA

En diciembre pasado —como escribí semanas atrás en este mismo espacio— acudí al estadio Cuauhtémoc para ver el juego de ida de la final en la que América, como local en términos administrativos, se enfrentó a Monterrey. Lo que vi esa noche no me gustó; de ninguna manera soy antiamericanista, sin embargo, observar al inmueble dos veces mundialista pintado de amarillo fue algo que me disgustó.

Los pensamientos tienen un origen en verdad difícil de rastrear. Mas debo mencionar que esa noche amarilla, más que atender el accionar de las Águilas o la frustrante falta de reacción del Monterrey, reflexioné sobre lo que es tener afición por un equipo. 

Y es que, también estoy obligado a subrayarlo, a la par de mi faceta como periodista, soy aficionado al Puebla.

Por ello, esa noche decembrina pensé que la próxima ocasión que acudiera al estadio no lo haría con la punzante mirada que tiene quien escribe una columna, sino, simplemente, como un adepto al buen o mal juego que pude dar el club de esta ciudad.

Sucedió que el primer juego de esta semana se programó inicialmente para jugarse dos horas antes del momento en el que, a final de cuentas, se escuchó por primera vez el silbato del árbitro. 

Una vez con los boletos adquiridos, pensé en no asistir; no me agradó el cambio de horario y no me sedujo la idea de salir a las nueve de la noche para después demorarme unos veinte minutos en abandonar un estacionamiento que hace mucho no es seguro ni gestionado con orden.

Había más cosas en contra que a favor para ir a ver el Puebla contra Mazatlán, sin embargo, ya había hecho un plan familiar, el cual incluía la primera visita al Cuauhtémoc de mi hijo, quien, curiosamente, nació el año pasado durante un partido dominical, en el cual, de visita, la Franja, con doblete de Guillermo Martínez, cayó tres goles a cero ante los Pumas de la UNAM.

Así que me dispuse a viajar al norte de la ciudad. Tenía mucho tiempo que no acudía al Cuauhtémoc como aficionado y,  a pesar de que sabía que el espectáculo futbolístico estaría lejos de ser tal porque Puebla y Mazatlán son dos de los peores equipos de los últimos tiempos, me dejé llevar por todo aquello que bien sabe aquel que quiere, ama o sufre con este equipo: me compré una cemita —que tenía más papas que milanesa —, una fría cerveza y, a mi hijo, primero pensé que comprarle el jersey blanco de algodón, aquel que hace referencia a la ya lejana temporada del campeonísimo, sin embargo, decidí vestirlo con el azul de esta temporada, uno que, en simbolismo, poco tiene que ver con el de la campaña 1989-1990.

Feliz por ver a mi hijo feliz —o quizá es la narrativa que me cuento para darle significado a una noche que pudo ser como cualquiera— fui a una platea y ahí, con frío y desesperación, vi, como todos, que Puebla no pudo con Mazatlán y que fue a perder con uno de los pocos equipos con los que, por su bajísimo nivel, no se puede caer.

Esta noche blanca y azul de enero, muy diferente a la amarilla de diciembre, no fui testigo de una final y de un estadio lleno; tampoco vi al campeón ni a dos de los mejores equipos de México —de hecho, vi a dos de los más endebles— no obstante, junto a unas once mil personas, miré caer al equipo que sigo y sé que siempre seguiré y, lo que me resulta más valioso en lo anecdótico: atestigüé —así lo creo— el primer juego presencial de un nuevo aficionado al Puebla. 

Hay alguien más que se ha contagiado de Franjitis.

Sobre el autor

Omar Rodríguez
Omar Rodríguez

Periodista poblano, escritor, conductor de radio y televisión. Ha realizado coberturas de 30 torneos de Liga MX y coberturas internacionales, entre ellas Copa del Mundo FIFA y Copa Confederaciones.